El leñador

Había una vez un hombre que se levantaba nada más salir el sol. Su lecho no era gran cosa, poco más que unas mantas extendidas sobre un suelo de fría piedra, pero era suficiente para él. Tras levantarse, atizaba las brasas y añadía unas cuantas ramas finas a la chimenea para calentarse el desayuno, que consistía en unas gachas, y si había suerte en un pedazo de carne fría. Una vez bien despierto salía de su casa, que tampoco era gran cosa. Una única estancia con paredes de piedra y barro guarecidas bajo un tejado apolillado. Pero para el hombre eso era lo de menos, porque su casa estaba ahí fuera, bajo el sol y las estrellas. Todo el valle era su casa. Con el frescor de la mañana el hombre recogía su cubo y se dirigía hacia el río saltarín y de aguas heladas, que bajaban directamente de las nevadas cumbres que perfilaban el horizonte. Y que feliz era, al lavarse la cara con esa fría y pura agua. Ese era uno de los días calurosos, el sol no había hecho más que salir, pero ya calentaba con fuerza así que accedió al ruego del río y se zambulló en él, disfrutando del frescor de la montaña. Salió a los pocos segundos, tiritando. Se habría pasado el día entero en el prado tumbado al sol, acariciando la hierba con la punta de sus dedos, pero él era un hombre ocupado y había mucho que hacer. Recogió un poco de agua con su cubo y subió de nuevo la cuesta hasta su casa, donde dejó el cubo para recoger sus herramientas, un hacha, una sierra y una piedra de afilar. Se echó las herramientas al hombro y comenzó a caminar hacia el bosque, cada vez más lejano que rodeaba su casa. Se internó en él y escogió un buen árbol, un pino de por lo menos diez metros, y se puso a trabajar.

El primer golpe que hirió la corteza añeja rompió el silencio de la mañana y asustó a una bandada de gorriones que buscaban insectos bajo unos arbustos cercanos. Estos levantaron el vuelo alborotados gritándose unos a otros cosas incomprensibles en su cantarino idioma. El leñador los ignoró pues sabía que no se puede tener una conversación seria con unos seres tan poco educados. Levantó de nuevo el hacha y la dejó caer sobre el tronco sabio. Lo repitió una y otra vez, un golpe desde arriba, uno desde abajo para ir royendo una cuña que atravesaría el corazón del pino de lado a lado. Las gotas de sudor ya perlaban su frente y surcaban su cara por los caminos antiguos que marcaban las arrugas para irse a internar en la espesura de su barba entrecana. El leñador se pasó el brazo por la frente para secarse el sudor y se preguntó si el viejo árbol se avendría ya a caer sobre la tibia tierra. Se lo pidió empujándolo con el hombro y haciendo fuerza con sus gruesos muslos y los pies bien anclados en la tierra. El viejo pino declino la oferta, pero el leñador insistió provocando que el árbol viejo accediera a regañadientes entre crujidos de madera rota.

Una vez en el suelo ya no era árbol ni era nada, solo un desecho muerto, un recuerdo que se iría borrando a medida que sus vecinos codiciosos fueran ocupando su pedacito de cielo. El leñador agarró el cadáver reciente y comenzó a arrastrarlo hasta una zona más clara, junto a su casa. Una vez allí descubrió con horror que no podría convertirlo en las proyectadas vigas firmes, pues su madera, aunque de aspecto recio ocultaba una podredumbre que no escapaba a los veteranos ojos del leñador. Sin desanimarse, el leñador se dijo que si no servía para sostener con paciencia, al menos ardería con alegría y se decidió a convertirlo en una buena pila de leña. El primer paso era ir con el hacha cortando de cuajo los dedos verdes, que todavía buscaban el caluroso sol de la mañana, para dejar un tronco limpio y recto. Con las ramas ya cortadas y apiladas, y el hacha goteando sabia fresca sin remordimientos, recogió la sierra y acarició uno a uno sus dientes, preguntándoles si seguían tan afilados como la última vez. Ninguno dijo que no, así que con una sonrisa, la sierra comenzó a masticar. La mano del leñador la guiaba, hacia adelante y hacia atrás. Poco a poco iba mordiendo el tronco, para cortarlo en pedazos más manejables que pudiera despedazar más tarde con el hacha valiente en leña para quemar.

Las dos herramientas juntas, una Judas y la otra Barrabás, fueron descuartizando el tronco mientras el sol subía en el cielo, pidiendo por favor al hombre que dejara de trabajar. Cuando el sol ya enfadado, se negaba a proyectar su sombra, el leñador accedió y entró en la casa a por su manjar. Entro en su pequeña casa, donde le esperaba el pedazo de río en un cubo, todavía fresco. Se limpió las manos y la cara, retirando todo el sudor que sudara por la mañana y con la barba goteando se preparó su comida. Un pedazo de pan de tres días, una loncha de queso de cabra y una bota de vino viejo para teñir su vista de malva. Con tan buen día del que gozaba decidió salir al valle a disfrutar de la pausa para llenar su estómago, pero el sol cruel, todavía enfadado, no daba descanso con sus rayos, así que se fue a buscar una sombra que encontró bajo un castaño.

Mientras el leñador comía podía observar la grandeza de su valle que bajo el sol se tostaba. Verde, muy verde por abajo, gris y marrón más arriba y blanco allá en lo alto. Esos eran colores que un leñador anhelaba. Se emocionaba mirándolos, y de haber sabido lo que era un pincel, su oficio habría cambiado. Pero él solo sabía pintar de malva sus dientes blancos.

Con el estómago lleno, y ya bien descansado volvió junto al cadáver que sus herramientas quedaran velando. Las recogió sin notar que estaban temblando por haber quedado ellas solas entre tal horror causado, pero el leñador viejo y sabio con caricias las fue calmando y al poco de comenzar ya estaba otra vez serrando. El sol se fue calmando, y tras su pasajero enfado se alejaba cabizbajo. El leñador, ya otra vez sudado, había terminado con su trabajo macabro y ahora con simetría iba apilando los restos del orgulloso pino que nadie ya recordaba. Montó una pila de leña que le llegaba hasta el pecho y con el sol tiñendo de rojo las cumbres blancas de nieve se sentó a contemplar la hazaña recién lograda por él mientras con la piedra de afilar a sus herramientas mimaba. Las fue acariciando, haciendo su filo fino, recordándoles el honor de practicar tal oficio y cuando ya no pudo ver más que sombras en su valle se retiró a recoger su sueño en su lecho pobre, que no eran más que unas mantas extendidas sobre un suelo de fría piedra.

Silvestre Santé

2 respuestas a “El leñador

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