Semélparos

I

Abel dormitaba en el autobús de camino a clase cuando un estridente pitido le sacó de su duermevela. Estaban en un atasco, un descomunal atasco y ya parecía inevitable llegar tarde a clase. Cuando por fin avanzaron Abel pudo ver por la ventanilla la causa del embotellamiento, alguien había dejado atascado un camión en medio y medio de la calzada. Lo más curioso era que el lateral del camión estaba cubierto por un complejo mural que representaba un paisaje selvático lleno de colores. A los pies del camión yacía sentado con la mirada vacía el camionero, rodeado de botes de pintura y con toda la ropa manchada. Hacía caso omiso a los insultos y al sonido de los cláxones. Más que odiarlo, Abel sintió piedad por él y esperó que alguien se lo llevara pronto, antes de que un conductor estresado se lo llevara por delante.

Por fin llegó a clase, tarde, pero llegó a clase. El profesor ya había empezado a hablar, pero el aula estaba medio vacía. Cuando terminó la clase se acercó a sus compañeros.

—¿Qué narices pasa hoy? —preguntó Abel— ¿Me he perdido algo?

—Al parecer la ciudad está colapsada —le respondió una compañera— Hay atascos en todas las calles importantes.

—Es por algún tipo de manifestación, o protesta —continuó un chico uniéndose a la conversación— Están realizando actos vandálicos para revindicar algo. De camino aquí yo vi a una señora dibujando algo en el asfalto con un trozo de ladrillo. Estaba interrumpiendo la circulación, tirada en el suelo como una niña pequeña pero cada vez que alguien intentaba interrumpirla se ponía violenta. Era mayor y bastante bajita, pero un tío con pinta de boxeador que intentó apartarla se fue con un sangrante arañazo cruzándole una mejilla.

—¡Sí! Yo vi algo parecido, un señor con una barra de hierro rompiendo los cristales de un escaparate y haciendo una especie de puzle con los añicos. Pensé que era un loco, no sabía que fueran un grupo organizado.

—No pueden ser un grupo organizado —dijo Abel— Yo vi a uno también, había dibujado un mural en su camión, pero al terminar se quedó como catatónico, sentado en el suelo. Si fueran de un sindicato o algo así habrían salido por patas.

—Esta gente está muy loca —dijo el primer chico— No les importa ir a la cárcel por sus ideales. Es lucha pasiva, como la de Gandhi.

Abel decidió no seguir discutiendo, sabía perfectamente que el camionero que había visto no estaba bien de la cabeza, en su mirada ya no brillaba ni un atisbo de inteligencia. El corro en el que estaba hablando se había vuelto numeroso y ruidoso. El profesor de la siguiente hora se estaba retrasando, y la gente se alborotaba, cuando entró uno de los conserjes:

—La clase se suspende, vuestro profesor está atrapado en un atasco.

Eso no era buena señal, aunque todo el mundo gritó de alegría mientras recogía sus cosas y salía en tromba de la clase. Abel decidió que había llegado el momento de volver a casa, aunque hacerlo en bus prometía ser una tortura. Se dirigía a la parada cuando su móvil vibró. Era un mensaje de su amiga Clara, le pedía que fuera a su casa, que era importante. Abel se empezó a preocupar y decidió cambiar de rumbo. Sus amigos a menudo le llamaban calzonazos por ese tipo de cosas. En cuanto Clara le pedía algo, él acudía. Lo más triste de todo era que Clara tenía novio, Dani, un tipo duro y mal encarado que nadie entendía como podía haber conquistado a una chica tan dulce como Clara. Ella vivía en el centro, no tan lejos de allí y viendo como estaba el tráfico, mejor sería ir andando. Abel apretó el paso, intrigado. Quizá alguno de esos locos estaba intentando entrar en su casa, quizá le había pasado algo a Dani. Abel contuvo a su lado oscuro, que consideraba eso una buena noticia. Se sacudió todos los malos pensamientos y decidió que iría, porque era un buen amigo. A medida que se fue internando en las calles más bulliciosas del centro la cosa se iba poniendo peor. Se escuchaban sirenas por todos lados, y lo vehículos de policía y las ambulancias avanzaban a toda velocidad. Cuando cruzó una esquina casi cae al suelo por culpa de un hombre que pasaba corriendo.

—¡Mira por donde andas! —le gritó Abel, para ser totalmente ignorado.

Cada vez la situación era peor. La calle por la que avanzaba ahora parecía un campo de batalla, había cristales rotos por el suelo, un coche empotrado contra una pared y varios más abandonados en medio de la calle, sin conductor. Lo único que no había eran personas. La calle estaba completamente desierta y los comercios que no estaban cerrados a cal y canto estaban completamente vacíos. La única prueba de que allí había habido gente era un pequeño charco de sangre, del que surgían unas huellas. Abel comenzó a sentir miedo. Esa calle era un completo caos y no había ni rastro de la policía. Quizá no había sido buena idea ir al centro. Seguro que las cosas estaban más tranquilas en su casa, en las afueras, pero luego pensó en Clara. Siempre Clara, se maldijo por ser tan estúpido y siguió adelante, pensado que uno no puede controlar sus sentimientos. Estaba solo a un par de manzanas de la casa de Clara. En la siguiente boca calle se encontró al primer cadáver que había visto en su vida. Estaba tumbado en el suelo, casi parecía dormido, pero tenía los ojos abiertos. Presumiblemente era el que había dejado el charco de sangre, puesto que alguien lo había apuñalado con un pedazo de cristal. Abel se preguntó si ese sería uno de los locos, o una persona inocente que se había cruzado con quien no debía. Cuando se acercó para examinar el cadáver pudo ver que la esquirla de cristal estaba completamente ensangrentada, quien la hubiera empuñado tenía que haberse destrozado la mano, solo uno de los locos podía haber hecho una cosa tan estúpida.

Ahora todo se había quedado en silencio, se escuchaban gritos y sirenas a lo lejos, pero todo parecía estar tranquilo por esa zona. Parecía como un incendio, violento y salvaje por donde pasa, pero que deja un lugar destrozado, silencioso y tranquilo. Abel no sabía qué hacer con el cadáver, llamar a la policía sería inútil, probablemente tuvieran mejores cosas que hacer en esos momentos, así que simplemente lo dejó allí.

Iba caminando ensimismado, aun conmocionado por el hombre muerto y no se percató de donde se estaba metiendo hasta que ya estuvo dentro. Se trataba de una calle estrecha, justo la anterior a la de su amiga Clara. Estaba completamente atestada de vehículos vacíos y Abel estaba avanzando por entre ellos, por eso no se dio cuenta de que de repente llegó a una especie de claro, un lugar donde no había coches. Lo primero que percibió fue el olor, un olor nauseabundo. No le dio tiempo a pensar a que era debido porque lo vio en seguida. El suelo estaba cubierto de sangre, y sobre él yacían al menos veinte cuerpos. Entre ellos se movía un hombre enorme con un cuchillo en la mano. Estaba ensimismado en su tarea, se dedicaba a mover los cuerpos para colocarlos de determinada manera, abrirlos en canal y sacarles los intestinos. Después los extendía y los anudaba alrededor del cuello de el de al lado. Abel no pudo evitar soltar un gemido de sorpresa. El hombre lo escuchó, levantó la vista y le sonrió. El loco estaba avanzando hacia él, con una sonrisa de maníaco en la cara y el cuchillo todavía en la mano, pero Abel no podía moverse, estaba paralizado por el terror, a punto de mearse en los pantalones. Solo los separaban un par de metros cuando un hombre se abalanzó sobre el loco, tirándolo contra los coches mientras empezaba a darle patadas. Alguien le agarró de la ropa y tiró de él hacia atrás.

—¡Vamos! ¡Corre!

Abel salió de su ensimismamiento y empezó a correr detrás de su salvador. A su espalda se escuchaban los sonidos de la pelea. El loco tenía todas las de ganar, así que necesitaban un refugio pronto. Al final de la calle el hombre giró a la derecha, pero Abel recordó que el portal de Clara estaba a solo unos metros hacia la izquierda.

—¡Espera! Ven por este lado —le gritó Abel. El hombre le siguió hasta el portal, donde Abel empezó a llamar al telefonillo convulsamente— Una amiga mía vive aquí.

El hombre que le había salvado la vida perdió la paciencia y rompió de una patada el cristal del portal. Se colaron y empezaron a subir las escaleras. Cuando llegaron arriba Clara les esperaba con la puerta entre abierta. Entraron y cerraron la puerta tras ellos.

—¡Abel! —gritó Clara, sorprendida.

Abel le dio el abrazo más fuerte de su vida. Cerró los ojos y casi se desmaya del alivio que sintió al ver que estaba bien. Casi contra su voluntad la soltó para mirar a su alrededor. El piso estaba patas arriba, todos los muebles estaban volcados y destrozados.

—Pero ¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Abel.

Clara empezó a llorar, y le contestó entre sollozos:

—Es Dani. Le pasa algo, se ha vuelto loco y no me contesta, está en la cocina construyendo algo con los restos de los muebles y de los electrodomésticos.

Se acercaron a la cocina. Dani estaba totalmente ensimismado, rodeado de chatarra. Algo frente a él comenzaba a tomar forma, una especie de escultura, aunque aún no estaba claro que significaba.

—Es uno de ellos —dijo el hombre que lo había salvado. Un instante más tarde, se desmayó.

 

 

II

El salvador de Abel se despertó. Al principio estaba algo desorientado. Miró al techo y no reconoció el lugar en el que estaba, comenzó a inspeccionar la habitación y pudo ver que todo estaba patas arriba. Él estaba acostado en un sofá, probablemente el único mueble que quedaba intacto en esa casa. Continuó con su examen y vio al hombre que había salvado hacía unos momentos, y a su amiga. Estaban arrodillados en el suelo, limpiando un charco de sangre. Eso terminó de sacarlo de su sopor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmado mientras intentaba levantarse.

Al apoyar el pie en el suelo un dolor lacerante le subió por la pierna, haciéndole gritar y volver a acostarse.

—Tranquilo amigo, te hiciste un corte en la pierna al romper la puerta. Por cierto, soy Abel, gracias por salvarme la vida.

—De nada, yo soy Jose —contestó, y continuó, mirándose la pierna vendada— y gracias por curarme.

—Eso no me lo debes agradecer a mí —le contestó Abel— Es obra de Clara.

Ella levantó la mano, y dijo tímidamente:

—No ha sido nada.

Los tres se quedaron mirándose sin saber que decir, tranquilos por primera vez tras uno de los peores días de sus vidas. Por fin Clara rompió el silencio diciendo lo que todos estaban pensando.

—¿Qué está pasando?

Abel respiró profundamente, llevaba tiempo pensando en lo mismo, haciéndose conjeturas.

—Puede tratarse de una enfermedad, como la rabia. Puede infectar al cerebro y provocar este tipo de conductas. En los perros es morder, en humanos… lo que quiera que estén haciendo.

—Puede que sea un virus —sentenció Jose— pero no hay vector de transmisión, es completamente aleatorio y no afecta en mayor medida a ningún grupo de población. Además, ¿Cómo se ha podido sincronizar de esta manera?

—¿Eres médico o algo así? —preguntó Abel, sorprendido por la seguridad con la que hablaba de virus.

—No, soy biólogo. He observado a varias de estas personas, y todas tienen un comportamiento similar, una primera parte violenta, obsesiva, en la que hacen, no sé cómo decirlo, una obra de arte, una forma de expresión no verbal, algo que perdure, por muy macabro que sea —En este punto Jose miró significativamente a Abel— En cuanto lo terminan, se quedan tranquilos, ininmutables y ajenos a todo.

—Es cierto, lo he visto —dijo Abel.

—Es lo que acaba de ocurrirle a Dani —dijo Clara— Ha terminado su escultura y ahora está como ido, no reacciona ante nada.

—El caso, es que ya he visto este tipo de comportamientos antes —continuó Jose— en la naturaleza. Existen cierta clase de animales, los animales semélparos, como el pulpo o el salmón, que solo se reproducen una vez en la vida y tras hacerlo, simplemente mueren. Dejan de alimentarse y se consumen, pero antes, el salmón es capaz de cruzar miles de quilómetros de océano y remontar ríos hasta llegar tierra adentro para poner sus huevos, son incansables y no hay nada que los pueda detener. Una vez cumplida su misión ni siquiera intentan regresar al mar, simplemente se rinden y mueren. Creo que lo mismo les está pasando a estas personas, luchan por expresar lo que llevan dentro de una forma perdurable, y eso es al fin y al cabo el objetivo de la reproducción, dejar atrás una huella de ti, cuando tú ya no estés. Tras hacerlo, dejan de alimentarse y de beber. Estoy seguro de que en unos pocos días morirán.

Clara ahogó un sollozo y Jose casi pudo apreciar un destello de alegría por parte de Abel, que en seguida le pasó a clara un brazo por los hombros para intentar consolarla. Jose por su parte se puso a pensar en su familia. Probablemente estarían destrozados pensando que le habría pasado algo. Jose solo esperaba que ni su mujer ni sus hijos se hubieran vuelto semélparos. Tenía que volver, pero con la pierna así era impensable. Clara, entre sollozos interrumpió los pensamientos de Jose, diciendo:

—Tenemos que llevar a Dani a un hospital, que lo alimenten por vía intravenosa.

Abel y Jose se miraron, fue Abel quien se lo dijo.

—Clara, es imposible. Las cosas están muy mal ahí fuera. Llegar al hospital ya sería una odisea, pero es que además a estas alturas estarán colapsados.

—¡No! No puede ser, hay que salvarlo —estalló clara, huyendo a llorar a solas a su habitación.

Abel por su parte se acercó a la cocina. El caos que había creado Dani se había convertido finalmente en algo bello. Deformando la rejilla trasera del frigorífico había construido una especie de torso humano, del que surgían unas alas cuyos huesos estaban formados por las patas rotas de las sillas, y las plumas las componían pedazos del tapizado de los sofás. Tenía un rostro esculpido en bajorrelieve sobre un pedazo de la tabla de la mesa. El conjunto, a pesar de los humildes materiales con que estaba construido era una verdadera obra de arte. Abel odio aún más a Dani, además de quitarle a Clara, el capullo era un artista.

 

 

III

En las últimas horas, Abel había sufrido una transformación inesperada. Había visto cadáveres, asesinos y locos. En pocas horas el tejido de la sociedad se había desgarrado y ahora estaba atrapado en un piso con tres personas. Uno era un completo desconocido, otra era la persona que más amaba en el mundo y el último la persona que más odiaba. A decir verdad, la situación tenía sus cosas buenas, en primer lugar, la persona que odiaba, Dani, estaba catatónico y era probable que muriera en pocos días. Solo unas horas antes Abel se habría horrorizado por tener esos pensamientos, pero ahora afloraban en él de forma natural. Por otra parte, Clara estaba destrozada. Abel siempre había sido un hombre blando, incapaz de negarse a nada y ante la insistencia de Clara, ahora mismo se encontraba intentando alimentar a Dani a cucharadas, como si fuera un bebé. No era tarea fácil, el muy capullo no paraba de escupir la comida llenándolo de babas. Abel ya habría acabado con su sufrimiento hacía rato, si no fuera porque Jose no paraba de mirar por encima de su hombro. Sospechaba algo, probablemente intuía sus intenciones. Por suerte para él no suponía ningún peligro en su estado actual, pero tarde o temprano tendría que librarse de él.

—Es inútil, se niega a tragar —dijo Abel.

—Por lo menos se está hidratando, no te rindas —le respondió Jose.

—Tenemos que llevarlo a un hospital —repitió Clara por enésima vez.

Abel y Jose suspiraron, ya sin ganas para explicarle como estaban las cosas, pero esta vez a Jose se le ocurrió algo. No tenía ningún apego por ese extraño triángulo amoroso, solo quería encontrar a su familia, y no lo conseguiría a menos que contara con su ayuda. Era necesario incitarlos a salir de ese lugar.

—¿No oléis a humo? —preguntó Jose fingiendo que olfateaba el aire.

—Yo no huelo nada —respondió Abel.

Clara por su parte se acercó a la ventana, para asegurarse.

—Estos edificios son viejos, probablemente todavía tengan la estructura de madera. Si a algún semélparo se le ocurre prenderle fuego a algo… —continuó Jose.

—Es verdad —dijo Clara asustada— y ya podemos olvidarnos de los bomberos. Las calles están atascadas por los coches abandonados.

Jose sonrió para si, habían caído en su juego. Continuó:

—En estas calles del centro no podrán entrar, eso seguro. Quizá en las afueras las cosas están mejor.

—Pero tú no puedes caminar —dijo Abel, que se olía lo que Jose estaba tramando.

—Cada vez estoy mejor, además, con vuestra ayuda no será problema. Puedo caminar apoyándome en ti.

—¿Y Dani? —preguntó Clara asustada.

Abel y Jose se miraron. La dura mirada de Abel atravesó a Jose, que respondió divertido:

—No es problema, yo puedo caminar a la pata coja apoyado en ti y Abel puede cargar perfectamente con Dani. ¿Verdad Abel?

—¿Harías eso?  —preguntó Clara girándose hacia Abel con los ojos brillantes.

Abel sostuvo la mirada de Jose un segundo más, antes de girarse hacia Clara, sonriendo.

—Por supuesto, no habrá problema.

Decidieron que lo mejor sería avanzar de noche. Mataron las horas que quedaban construyendo una especie de muleta para que se apoyara Jose y cuando ya estaba todo oscuro, salieron a la calle.

Ahora todo estaba tranquilo. Las farolas seguían funcionando, lo que les daba un atisbo de esperanza, en algún lugar había alguien preocupándose por generar electricidad. A medida que avanzaban se encontraron a varios semélparos, aunque la mayoría ya estaban en estado catatónico. Uno de ellos había construido una terrorífica serpiente a base de telas trenzadas que subía enroscándose por una farola que despertaba reflejos rojos de sus escamas incrustadas en la tela, fabricadas a base de luces de freno rotas. Jose sentía como Clara se estremecía bajo su brazo cuando se cruzaban con alguno de ellos. Gracias a su apoyo y a la muleta avanzaban a buen ritmo tras Abel, que cargaba con Dani como si fueran una pareja de recién casados. Jose sabía que aprovecharía cualquier momento para librarse del semélparo, por eso había insistido en ir de último. No es que le tuviera ninguna simpatía Dani, pero cuando ya no estuviera, empezaría a ser un lastre y le dejarían abandonado. Antes tenía que llegar a su casa, y saber que era de su familia.

Tras avanzar varias manzanas, Jose notó como Clara empezaba a sudar bajo su brazo. Se estaba fatigando, pronto tendrían que parar a descansar. Para su sorpresa, fue Abel quien lo propuso, a lo que Clara acepto rápidamente, encantada. Ella ayudó a Jose a apoyarse en el capó de un coche.

—Chicos, necesito ir al baño. No os mováis que ahora vuelvo —dijo retrasándose para buscar un lugar desde el que no la vieran.

En cuanto se perdió de vista, Abel dejó a Dani en el suelo como un saco de patatas, sin ningún cuidado. Quedaron frente a frente, mirándose a los ojos. No necesitaban decir nada para saber lo que pensaba cada uno, a pesar de todo, cuando Abel se inclinó para acabar con Dani, Jose le interrumpio.

—Ni lo sueñes.

Abel, sin mirarle si quiera le respondió:

—No puedes impedírmelo.

Tenía razón, Jose en su estado no podía hacerle daño ni a una mosca, pero a pesar de todo no podía quedarse parado viendo como Abel le tapaba la nariz y la boca a Dani.

—Se lo diré a Clara —dijo, gastando su última bala.

Ante esa amenaza, Abel dejó lo que estaba haciendo y se incorporó, para encararse con Jose.

—Pero ¿A ti que te importa? —Jose no le contestó, así qué ante su mutismo, continuó— Esta es mi oportunidad. Llevo años amándola, ahora por fin podremos estar solos, ella y yo, sin nadie más ¿No entiendes que yo la quiero?

De pronto, Abel se detuvo, dándose cuenta de golpe de lo fácil que sería librarse también de Jose. Este lo vio venir e intentó adelantarse golpeándole con la muleta en el estómago, pero Abel lo detuvo, agarrando la muleta y arrebatándosela. Su siguiente movimiento fue usarla para golpear con todas sus fuerzas la cabeza de Jose. El cuello de este se giró en un ángulo extraño y cayó sobre el asfalto, muerto. Abel no hizo ningún esfuerzo por reprimir la sonrisa que se le dibujó en la cara. Se agachó sobre Dani, y continuó con su trabajo. En cuanto hubo terminado, escuchó una voz a sus espaldas.

—¿Abel? —preguntó Clara con inseguridad.

Abel se giró, y en cuanto lo hizo, Clara pudo ver los dos cuerpos sin vida en el suelo. Gritó de terror y echó a correr. Abel le gritó a su vez:

—¡No corras Clara! Esto lo he hecho por ti ¿Es que no lo entiendes?

Abel, al ver que Clara no atendía a razones fue tras ella. La alcanzó en unas pocas zancadas y la agarró por la muñeca mientras le gritaba:

—¡Yo te quiero!

Ella intentó zafarse y ambos cayeron sobre el asfalto. Clara se golpeó la cabeza y quedó inconsciente.

 

 

IV

Oscar era soldado. Recientemente le habían ascendido a cabo de segunda, y le habían encomendado la tarea de patrullar el perímetro sur del área segura número quince, situada en un parque cerca del centro. En realidad era un trabajo bastante sencillo porque las farolas iluminaban toda la noche. A pesar de ello no pudo evitar sobresaltarse cuando percibió movimiento por el rabillo del ojo.

—Contacto —dijo susurrando por la radio— Lado sur.

Tras unos segundos de tensa espera le respondieron.

—¿Un loco?

—No lo se —dijo él— Voy a comprobarlo.

Avanzó dos pasos y dijo, apuntando al desconocido con su fusil:

—¡Alto! Manos arriba.

—No puedo —le respondió el hombre, asustado.

El soldado se acercó hacia él y pudo ver que cargaba con una chica en brazos.

—¿Es una de ellos?

—No, pero uno de ellos la golpeó en la cabeza. Yo la he salvado —añadió con orgullo.

—Contacto negativo —dijo el soldado por la radio— Solo es un hombre con una chica herida, van a entrar.

—De acuerdo, que entren —le respondieron por la radio.

El soldado, bajando el fusil y sonriendo le palmeo la espalda al hombre.

—Adelante amigo, puedes sentirte como un héroe.

 

Silvestre Santé

2 respuestas a “Semélparos

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